Aprender a educar los sentimientos sigue siendo hoy una de las grandes tareas pendientes. Muchas veces se olvida que los sentimientos son una poderosa realidad humana; y que –para bien o para mal– son habitualmente lo que con más fuerza nos impulsa o nos retrae en nuestro actuar.
Por Alfonso Aguiló. Texto original de www.iffd.es
En ocasiones se ha tendido a descuidar su educación. Unas veces, por la confusa impresión de que los sentimientos son algo oscuro y misterioso, poco racional, y casi ajeno a nuestro control. Otras, porque se confunde sentimiento con sentimentalismo o sensiblería. Y siempre, porque la educación de la afectividad es una tarea difícil, que requiere mucho discernimiento y mucha constancia (aunque esto no debería sorprendernos, pues nada valioso ha solido ser fácil de alcanzar).
En cualquier caso, rehuir esa tarea significaría renunciar a mucho, pues los sentimientos aportan a la vida gran parte de su riqueza.
Todos contamos con la posibilidad de conducir en bastante grado nuestros sentimientos. Sin embargo, con frecuencia actuamos como si apenas pudieran educarse, y consideramos a las personas –o a nosotros mismos– como tímidas o extrovertidas, generosas o envidiosas, tristes o alegres, cariñosas o frías, optimistas o pesimistas, como si eso fuera algo que responde a una inexorable naturaleza casi imposible de modificar.
Es cierto que las disposiciones sentimentales tienen una componente innata, cuyo alcance resulta difícil precisar. Pero está también el poderoso influjo de la familia, de la escuela, de la cultura en que se vive, de las creencias que se tienen. Y está, sobre todo, el propio esfuerzo personal por mejorar.
Ejemplo, exigencia, buena comunicación
En el aprendizaje emocional, el ejemplo tiene un particular protagonismo. Basta pensar, por ejemplo, en cómo se transmite de padres a hijos la capacidad de reconocer el dolor ajeno, de comprender a los demás, de brindar ayuda a quien lo necesita. Son estilos emocionales que todos aprendemos de modo natural y los registramos en nuestra memoria sin apenas darnos cuenta, observando a quienes nos rodean.
Pero no por eso todo es cuestión de buen ejemplo. Hay hijos egoístas e insensibles cuyos padres son personas de gran corazón. Y esto es así porque el modelo es importante, pero, además de ello -por ejemplo, el de padres atentos a las necesidades de los demás-, es preciso sensibilizar frente a esos valores -hacerles descubrir esas necesidades en los demás, señalarles el atractivo de un estilo de vida basado en la generosidad- y, además, educar en un clima de exigencia personal, porque, si no hay autoexigencia, la pereza y el egoísmo ahogan fácilmente cualquier proceso de maduración emocional. La disciplina y la autoridad son decisivas para educar, pues sin un poco de disciplina es difícil aprender sobre la mayoría de las cuestiones importantes para la vida.
Junto a eso, es esencial que haya un clima distendido, de buena comunicación; que en la familia sea fácil crear momentos de mayor intimidad, en los que puedan aflorar con confianza los sentimientos de cada uno y así ser compartidos y educados; que no haya un excesivo pudor a la hora de manifestar los propios sentimientos; que haya facilidad para expresar a los demás con lealtad y cariño lo que de ellos nos ha disgustado; etc.
Cuando falta esa sintonía respecto a algún tipo de sentimiento –de misericordia ante el sufrimiento ajeno, de deseo de superarse ante una contrariedad, de alegría ante el éxito de otros, etc.–, o en la medida en que esos sentimientos no se fomentan, o incluso se dificultan o se desprestigian, cada uno tiende a restringirlos y, poco a poco, los sentirá cada vez menos: se van desdibujando y desaparecen poco a poco del repertorio emocional.
La fuerza de la educación
Entre el sentimiento y la conducta hay un paso importante. Por ejemplo, se puede sentir miedo y actuar valientemente. O sentir odio y perdonar. En ese espacio entre sentimientos y acción está la libertad personal. Se produce entonces una decisión personal, que está en parte en ese momento concreto y en parte antes, en el proceso previo de educación y autoeducación. A lo largo de la vida se va creando un estilo de sentir, y también un estilo de actuar. Siguiendo con el ejemplo, una persona miedosa o rencorosa se ha acostumbrado a reaccionar cediendo al miedo o al rencor que espontáneamente le producen determinados estímulos, y esto ha creado en ella un hábito más o menos permanente. Ese hábito le lleva a tener un estilo de responder afectivamente a esas situaciones, hasta acabar constituyéndose en un rasgo de su carácter.
En definitiva, no podemos cambiar nuestra herencia genética, ni nuestra educación hasta el día de hoy, pero sí podemos pensar en el presente y en el futuro, con una confianza profunda en la gran capacidad de transformación del hombre a través de la formación y del esfuerzo personal.
Sentimientos y educación moral
La educación debe prestar una atención muy particular a la educación moral, y no puede quedarse sólo en cuestiones como el desarrollo intelectual, la fuerza de voluntad o la estabilidad emocional. Por lo que una buena educación sentimental ha de ayudar, entre otras cosas, a aprender, en lo posible, a disfrutar haciendo el bien y sentir disgusto haciendo el mal. Se trata, por tanto, de aprender a querer lo que de verdad merece ser querido.
En nuestro interior hay sentimientos que nos empujan a obrar bien, y, junto a ellos, pululan también otros que amenazan nuestra vida moral. Por eso debemos procurar modelar nuestros sentimientos para que nos ayuden lo más posible a sentirnos bien con aquello que nos ayuda a construir una vida personal armónica, plena, lograda; y a sentirnos mal en caso contrario. Porque la educación moral nos ayuda -entre otras cosas- a sentir óptimamente.
Es verdad que a veces hacer el bien no será atractivo. Por eso los sentimientos no son siempre una guía moral segura. Pero no hay que desdeñar su fuerza y su influencia, sino comprender que conviene educarlos para que ayuden lo más posible a la vida moral. Si una persona, por ejemplo, siente desagrado al mentir y satisfacción cuando es sincera, eso sin duda le será de gran ayuda. Y si se siente molesta cuando es desleal, o egoísta, o perezosa, o injusta, esos sentimientos le alejarán de esos errores, y a veces con bastante más fuerza que otros argumentos.
Con una buena educación de los sentimientos, cuesta menos esfuerzo llevar una vida de virtud. De todas formas, por muy buena que sea la educación de una persona, hacer el bien supondrá con frecuencia un vencimiento, y a veces grande. Pero siempre se sale ganando con el buen obrar. En cambio, elegir el mal supone autoengañarse y, a la larga, una vida mucho más difícil y decepcionante.
La libertad interior
A veces tendemos a identificar obligación con coacción, percibimos la idea del deber como una pérdida de libertad, y eso es un error en el desarrollo emocional. Actuar conforme al deber es algo que nos perfecciona. Si aceptamos nuestro deber como una voz amiga, acabaremos asumiéndolo de modo gustoso y cordial, y descubriremos poco a poco que el gran logro de la educación afectiva es conseguir unir en lo posible el querer y el deber. Así, además, se alcanza un grado de libertad mucho mayor, porque la felicidad no está en hacer lo que uno quiere, sino en querer todo lo bueno que uno debe hacer.
Así nos sentiremos ligados al buen obrar moral, pero no obligados, ni forzados, ni coaccionados, porque lo percibiremos como un ideal que nos lleva a la plenitud, y eso constituye una de las mayores conquistas de la verdadera libertad.
*Alfonso Aguiló es experto en educación y autor de numerosos libros y artículos.