En Europa y Norteamérica, no pocas escuelas y maestros han comprendido que enseñar a cantar es una manera rápida y efectiva de potenciar a un niño en formación. La música y el canto pueden desarrollar fortalezas hoy consideradas un tesoro entre los equipos de alto liderazgo.
Por Magdalena Amenábar, cantante lírica y pedagoga teatral.
“Cantar es orar dos veces”, así reza la frase atribuida a San Agustín. Si entendemos que orar es, en su sentido ultérrimo, “hablar en voz alta o expresar”, podríamos aceptar que el acto de cantar es vital en tanto posibilita la expresión de algo que es único, propio y necesario.
Desde la concepción de un ser, y en cada instante de la vida, la música está presente y con ella todas sus cualidades físicas: el ritmo, la altura, el timbre, la intensidad, la duración. Ya en el seno materno somos partícipes de flujos, ondas, vibraciones y sonidos que nos van conformando. Cientos de sonoridades se aproximan a la percepción del ser en gestación que, al momento de ver la luz, reconoce en ellas, sintiendo, cierta continuidad y natural traspaso.
Así, el crecimiento trae mucha información. Voces, cantos, ruidos, expresiones, palabras y silencios nos reportan un inmenso mundo de imágenes y sensaciones que se abren con minucioso detalle y esperan el turno para ser develadas poco a poco, en ese momento en que somos capaces de balbucear las primeras palabras y que tenemos por fin una identidad sonora en el medio.
Sabemos estadísticamente que la palabra es apenas el 7% de nuestra capacidad comunicativa. El gesto y el metalenguaje pueden mucho en el fenómeno de la expresión, pero la palabra es privilegio de humanos y también lo es el canto y como tal se instalan en todas las expresiones primigenias: el rito, la fiesta, la ceremonia, el nacimiento y la muerte. Tanto brindamos al recién nacido el íntimo canto que entonamos para aquietarlo como cantamos cuando la vida se va.
En los muchos años que llevo haciendo terapia y enseñando a cantar o hablar son reiterados los testimonios de personas que hacen mención de “ese momento” en que alguien del entorno, seguramente con intención de protección ante el qué dirán, lo hizo callar. Nadie olvida quién cortó de raíz el espontáneo entusiasmo de su canto o de su palabra. Los motivos pueden ser muchos, pero todos casi siempre asociados a la petición de perfecciones y logros en la afinación, el estilo o el supuesto bien decir. Esas experiencias marcan un antes y un después y sin duda determinan un momento en que el cantar dejó de ser un acto feliz.
En virtud de esto he procurado erradicar de mi formación la crítica y la comparación, permitiendo a ese niño grande que trae un pequeño registro de dolor aproximarse nuevamente a la “felicidad de cantar”.
La ciencia hoy ha incorporado la música, la expresión y el canto como herramientas que en ciertas patologías físicas y psicológicas son de comprobada eficacia terapéutico-formativa. Esto se debe a que tiene la capacidad de congregar, armonizar entre pares, desarrollar capacidades expresivas, de escucha activa, de empatía, de afinidad (afinación con un otro), de rigor, de memorización, de actitud y tantas otras virtudes.