Por Nicolás Cerda Díez, Psicólogo Clínico
Hay algo que debemos recuperar antes de que sea demasiado tarde: la conversación. Esa que no depende de pantallas ni de algoritmos, sino de mirarse a los ojos y atreverse a preguntar: ¿Qué piensas tú? ¿Qué sientes? ¿Qué harías si fueras tú quien viviera eso?
Estamos criando hijos entre algodones, como si el mundo no existiera más allá del confort doméstico. Como si el dolor, la injusticia o la muerte fueran temas “para después”. Pero ese “después” llega. Y si no los preparamos, la realidad los golpea sin anestesia. Criar sin dolor no es criar sin amor, es criar sin futuro.
La vida es un campo permanente de resolución de problemas. Uno tras otro. A veces pequeños, a veces abrumadores. Y si nosotros, como adultos, decidimos pensar por ellos, decidir por ellos, taparles los ojos para que no vean, las consecuencias serán inevitables: jóvenes que no saben qué hacer cuando se rompe algo, cuando alguien llora, cuando se cae un proyecto, cuando la vida duele.
Y hay algo aún más preocupante: la anestesia emocional. Cuando un niño crece normalizando la violencia, viendo sexo sin afecto, consumiendo groserías, rebeldía sin causa, drogas disfrazadas de libertad o asesinatos pixelados como en Fortnite, lo que ocurre no es solo una exposición… es una desensibilización sistemática. Una pérdida progresiva de la capacidad de asombro, de horror, de empatía.
Si no intervenimos a tiempo, nuestros hijos verán morir a alguien en la calle y no sentirán nada. Porque su cerebro ya lo procesó antes como un videojuego. Porque ya lo vieron cien veces sin consecuencias. Porque nadie les explicó que esa sangre no se limpia al apagar la consola.
Y entonces, se desdibuja la realidad. Se vacía de sentido. Y con ello, también se apaga el alma. Por eso urge ayudarlos a dimensionar la realidad, con todo lo que eso implica: ver el sufrimiento, sí, pero también sentirlo. Llorarlo. Conversarlo. Acompañarlo. Solo así nacerá la empatía auténtica, y con ella, la capacidad de construir resiliencia verdadera.
Porque no se trata de protegerlos del dolor, sino de enseñarles a caminar con él sin romperse. Eso forja hombres y mujeres íntegros. Eso forja personas virtuosas, que no le temen a la verdad, que vibran con la justicia, que no se esconden frente al sufrimiento del otro… sino que lo abrazan y lo transforman.
Nuestros hijos no pueden crecer creyendo que están solos en el mundo. No lo están. ¿Saben lo que está pasando en Gaza, con niños que mueren cada día bajo bombas que no entienden de inocencia? ¿Han escuchado sobre las redadas en Estados Unidos contra familias migrantes? ¿Saben que hay adultos mayores muriendo de frío a pocas cuadras de su casa? ¿Se han preguntado si pueden hacer algo?
La conciencia social no se hereda, se enseña. Y se enseña conversando, mostrando, incomodando si es necesario. ¿Tus hijos participan en voluntariados? ¿Han ido contigo a un hogar de menores? ¿Les has hablado del privilegio que es tener una cama caliente en invierno?
La vida no es solo estudiar, trabajar y subir peldaños sociales. La vida tiene sentido cuando se comparte, cuando se sirve, cuando se mira al otro y se le reconoce como parte de nuestra historia. Es hora de formar hijos que piensen, que sientan, que se hagan preguntas difíciles y que no le teman a las respuestas.
Como psicólogo, te lo digo sin rodeos: estamos a tiempo, pero no por mucho. Habla con tus hijos. Enséñales a ver más allá de su ombligo. Porque cuando tú ya no estés, será esa conversación —esa mirada, esa verdad compartida— la que los sostenga.



