Todos acarreamos una historia familiar que, feliz o infeliz, de acuerdo o no con ella, nos marcó por largos años y, sin duda, no tardará en aflorar en la formación de la propia familia. Entonces entran en la tensión la unión de costumbres, quizás pequeñas, quizás sin importancia, pero al fin y al cabo ¡diferentes!
Por Diego Ibáñez L. (para revista Hacer Familia).

Al iniciar un matrimonio, al poco tiempo de casados, ambos se dan cuenta -curiosamente- que provenían de familias con costumbres, hábitos y sensibilidades muy diferentes.

En una, se cuidaba el lenguaje; en la otra, los garabatos estaban a la orden del día y eran lo habitual. En la de él, se decían las cosas con delicadeza, mientras en la de ella nadie se alteraba si se lo hacían ver con crudeza y falta de sensibilidad.

Al comer, en una se seguían las reglas convencionales de urbanidad en el uso de los cubiertos y en el servicio de los platos, mientras en la otra todo era al lote y daba lo mismo saltarse las fórmulas. O peor aún, cuando se dan contradicciones en asuntos de decoración y gusto, o más grave todavía, en la visión distinta de criterios fundamentales: religión, valores morales, ideas esenciales en la educación de los hijos, u otras, como el uso y el gasto del dinero.

Parece obvio que todo esto debe ser tenido en cuenta antes del matrimonio, o, al menos, algunos de estos temas que no son fáciles de armonizar una vez casados. Si los hijos son ingenuos en esto, los padres de ambos no deben serlo. El pololeo tiene sentido sólo si es una preparación al matrimonio, y no una diversión sin consecuencia. Vivir juntos es más que compartir un techo, un baño y una cocina, es una vida en común a la que llegarán los inocentes hijos confiados en la responsabilidad de sus padres.

Siempre hay dos puntos de vista
Cuenta una anécdota de un hombre que provenía de una familia de militares y se casó con la hija de un célebre filósofo.
Preparando la luna de miel, él le entregó a su mujer por escrito hasta el detalle más mínimo del itinerario del viaje que harían de recién casados, y ella lo interpeló asustada: “Aquí no has dejado espacio a la improvisación. Estaremos permanentemente atados a lo que has contratado. Para mí, divertirse es no saber qué día ni en qué lugar quiero alojarme. Si nos gusta mucho un sitio, nos quedamos más. Si no, simplemente, nos vamos”. Desde ese día, aquel hombre asegura que aprendió que en el matrimonio no se puede imponer siempre un punto de vista, y que hay que tener en cuenta la otra mirada

Se aprende el uno del otro
Si hay buena voluntad y un profundo afán de armonía, siempre es posible aprender del otro. Una familia que casi no celebraba nada y la otra acostumbrada a hacer fiesta de cualquier cosa, se pueden hacer con simpatía perfectamente compatibles. También en el modo de hablar, en las costumbres de comer, en la forma de divertirse. Hasta en el respeto de las mañas ajenas, si son pocas y no desagradables.

¿Cuántos matrimonios unidos han aprendido a respetarse, a no herirse, a decirse las cosas con simpatía y cariño, sin distanciarse? El amor todo lo puede, pero el amor no se basa en el mero sentimiento, sino en la voluntad de querer, de querer querer, de hacerlo más intenso, más amable, de procurar hacerse querible para el otro y más fácilmente querible.

Todo puede unir o separar
Este es el gran tema del matrimonio. Yo puedo buscar lo que me une o lo que me separa. Puedo buscar entender o rechazar. Y puedo dar a entender de manera grata o antipática lo que nos diferencia y nos separa. Puedo hacer muy desagradable lo que no entiendo o no se adapta a mi gusto y a lo que estoy acostumbrada. Puedo incluso herir al manifestar mi rechazo.

Y puedo ser monótono en mi insistencia y machaconería. O, bien por el contrario, puedo saber pasar por alto lo que no es esencial y desarrollar con mi cónyuge un amor de amistad, tan necesario para la convivencia.

La actitud para abordar las diferencias marca el resultado. La inmadurez hace que las personas sean más irritables y menos ponderadas de lo que deberían serlo. Los arranques de genio son peligrosos. Las discusiones en ese tono buscan agredir y no ponerse de acuerdo. Y dejan huellas dolorosas en el matrimonio. ¡Qué difícil después reconciliarse!

Siempre es posible la armonía, sino hay abandono. Lo que vale la pena se consigue pasando alguna pena o al menos con esfuerzo por salir adelante. Que se puede, lo han demostrado quienes no sólo lo hacen por ellos, sino también por sus hijos.